Nunca descifré si era bella. Solo supe conocer el descontrol que su piel incitaba, a cada instante sacudía en mí un sentir animalesco, algo profundo y oscuro. Pero jamás fue una oscuridad corruptible, cotidiana y febril. Era algo así como ver a Mafdet ejecutándome mientras yo retozaba lujuriosa y sedienta en el lecho. El juego de vaginas empapadas en añejos vinos, en dulzuras de ocio, ya había comenzado.
La observo lejana en el pasillo y su paso suave parece mecerse en las olas del viento que no sopla a estas horas. Tan felina siempre, tan callada. Hipnotiza el alma. Desgaja el cuerpo. Nunca aprecié mejor otra gracia, algún vaivén o capricho en otras manos. Observo cómo reclina levemente su cabeza hacia atrás y su cabello juega a acariciar sus glúteos. Desnuda. Así siempre la quise. Toda mía.
Me observa. Coloca una silla al lado derecho de la cama para sentarse en ella con ternura de océano. Desliza sus manos rozando levemente la yema de sus dedos sobre sus muslos, luego el vientre y los pezones. Allí se detiene y sostiene sus senos como dos frutas jugosas que han de estar en mi boca enjugándome el cuerpo. Los presiona una vez más al mirar detenidamente los míos. En un gesto eterno, introduce dos dedos de su mano izquierda en su boca, los succiona, los empapa de saliva…
Supo con anterioridad que no soportaría verla así, tan excitante, tan mía. Se encargó de sujetarme muy fuerte a la cama.
La palabra era ella y la palabra se hizo mía, o al menos eso pensé. Ya no recuerdo si la palabra me hizo suya finalmente...
Comentarios
Publicar un comentario