De niña -si es que en algún momento dejé de serlo- siempre soñé con una casa gigante. Toda de cemento, con terraza y un patio interior. Sentía la lujuria de un sueño con piscina y azotea. Pero hoy, de repente, lo negué todo. Supe, sumiéndome en premoniciones, que ya no quería soñar con cemento. Quizá fueron sus manos pequeñas las que me sugerían una minúscula casa de madera. Una casa donde no se perdieran las ansias al cruzar la puerta y las encontrase siempre delatadas por el chirrido del árbol viejo a fuerza de sostenerme. Es más humano tener una casa de madera. No podía ser cualquier casa; tenía que ser de madera como mi piel y la de ella. Tenía que ser pequeña como sus manos para no quebrantar esa sencillez que imponían sus dedos. Tampoco podía faltar el patio, uno enorme que diera al horizonte. Solo así podríamos ser niñas y jugar a amarnos en esa eterna disposición de lo inmenso en las olas del viento. Leticia nunca opinó al respecto, pero siempre supe que prefería el