Lloro.
Apenas me detengo en una luz roja y todo el peso del mundo se arroja sobre mí.
Lloro por la angustia de saber qué será de abuela mañana, por mi madre sufriendo, por mi situación económica, por la crisis en mi isla, por mi pobre patria, por la gente que está peor que yo, por las personas deambulantes, por las familias que no tienen qué comer, por esta maldita realidad que me agobia.
Lloro de impotencia por no poder vivir del arte, por no conseguir paz y sosiego ni algún lugar al cual huir.
Lloro por tanta enajenación isleña, por querer ayudar a las comunidades, por saber que casi todo pende del dinero que no tengo.
Lloro por saber que estoy tan desgarrada, dolida y muerta.
Lloro por no quitarme la vida.
Lloro por lo mierda que es vivir dentro de esta mustia carne.
Lloro porque no me queda otro remedio.
Lloro con lágrimas que hace mucho se han secado.
Es importante, como parte de los cuestionamientos feministas modernos, forjar toda una estética radical acerca del cuerpo, una estética que nos devuelva nuestro lugar y nos reivindique. Y precisamente, dentro de estas concepciones me parece pertinente ubicar el autoerotismo. Desde un principio y aún en nuestros días, la mujer ha estado supeditada a la valoración física de sí misma en función del Otro, operando en base al agrado y al placer de los demás. Es común observar a la mujer cosificada como objeto de placer visual-sexual desde los orígenes del arte, por ejemplo. En la actualidad, se ve más claramente cómo somos utilizadas para representar todo tipo de artículos en la publicidad formando parte de una incitación al deseo que nunca es cumplido. [Este punto se aborda un poco más en detalle en “La industria cultural” y “El malestar en la cultura”.] Podríamos decir que se fomenta un deseo, una pulsión con fin inhibido que genera malestar e insatisfacción en la sociedad. Pero he a
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