Desdén a las manos que me tocan sin yo querer. A esas manos que apresuradas se estorban conmigo en su ruta hacia las manillas o el pasamanos. Salir tarde de la universidad siempre tiene su precio y más cuando se está cerca de Baquedano. El espacio siempre es poco cuando más cansada se está. Y poco es el ánimo de aguantar el empuje de los apresurados de siempre.
¡Cuántos ojos habré esquivado cuando el rostro es inevitablemente cercano!
Hoy, súbitamente, entre tantas fechas de entrega, preocupaciones familiares y demás banalidades, me pregunté el por qué del horror en el metro. ¿Porqué el acercamiento es tan ominoso? Si el cuerpo no es más que pedazos de materia, igual al resto de los objetos que nos inundan, las pantallas que nos consumen y lo que nos cubre y descubre a diario.
¿Porqué esquivarse?
Acaso nos esquivamos por la maldita costumbre a la fragmentación, por la negación de lo nuestro en el Otro. Heme aquí en el mismo tren de siempre a la misma hora de los eternos nunca que se van con el atardecer tras la cordillera. Heme agotada y mustia, con el sudor de las letras en los ojos.
-"Parque Bustamante", se repite una vez más.
Entran y salen. Yo respiro (o suspiro). Y el reflejo del cristal me lo devuelve todo. Los rostros. Los eternos rostros estrellándose contra el cristal, rebotando y reventándose en mi cara, acusándome, acosándome, exigiéndome cosas que yo no sé para qué ni cómo llegaron a exigirse. Los rostros me observan furiosos, fatigados, lastimados, sangrantes, llorosos, con una duda abierta en la frente que les sangra. Los rostros me miran y yo no quiero mirarlos, no sé mirarlos con estos ojos de pena y miseria. Los rostros se acercan demasiado, cada vez más entre las estaciones. Su rostro también y ya no sé cuántos centímetros podría salvar en este aglutinamiento de los cuerpos con tantos ojos. El cristal los rebota a todos. Y también rebota su cuerpo y sus manos, sus hombros y su pelo. Su rostro está ahí y no puedo esquivarme. El rostro-ojo, el rostro-materia, el rostro-duda, el rostro-angustia... está ahí el rostro. Ahí está el Otro.
¡Cuántos ojos habré esquivado cuando el rostro es inevitablemente cercano!
Hoy, súbitamente, entre tantas fechas de entrega, preocupaciones familiares y demás banalidades, me pregunté el por qué del horror en el metro. ¿Porqué el acercamiento es tan ominoso? Si el cuerpo no es más que pedazos de materia, igual al resto de los objetos que nos inundan, las pantallas que nos consumen y lo que nos cubre y descubre a diario.
¿Porqué esquivarse?
Acaso nos esquivamos por la maldita costumbre a la fragmentación, por la negación de lo nuestro en el Otro. Heme aquí en el mismo tren de siempre a la misma hora de los eternos nunca que se van con el atardecer tras la cordillera. Heme agotada y mustia, con el sudor de las letras en los ojos.
-"Parque Bustamante", se repite una vez más.
Entran y salen. Yo respiro (o suspiro). Y el reflejo del cristal me lo devuelve todo. Los rostros. Los eternos rostros estrellándose contra el cristal, rebotando y reventándose en mi cara, acusándome, acosándome, exigiéndome cosas que yo no sé para qué ni cómo llegaron a exigirse. Los rostros me observan furiosos, fatigados, lastimados, sangrantes, llorosos, con una duda abierta en la frente que les sangra. Los rostros me miran y yo no quiero mirarlos, no sé mirarlos con estos ojos de pena y miseria. Los rostros se acercan demasiado, cada vez más entre las estaciones. Su rostro también y ya no sé cuántos centímetros podría salvar en este aglutinamiento de los cuerpos con tantos ojos. El cristal los rebota a todos. Y también rebota su cuerpo y sus manos, sus hombros y su pelo. Su rostro está ahí y no puedo esquivarme. El rostro-ojo, el rostro-materia, el rostro-duda, el rostro-angustia... está ahí el rostro. Ahí está el Otro.
Estación Metro Toesca. Santiago, Chile. |
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