Lázara, te nos moriste. Y
ahora solo tengo una memoria que escribirle a la vida camuflageada de muerte. Tú
bien sabes que soy una mujer sola parada en la misma angustia de siempre, un
animal fiero y tierno como diría mi amada ánjela. Hace mucho que no tengo
sonrisas y las trinitarias de mi camino cada vez me acompañan menos. Hoy
intenté recogerlas, pero ellas volaban al viento partidas casi como si
quisieran huir. ¿Pero acaso no soy yo la quiere escaparse? Tengo el alma
partida de espera, henchida desde adentro a punto de reventarse. Desde mi
herida te escribo, desde el mismo grano de angustia… ¡Ay, niña! si supieras
cuánto silencio abismado me invade, no te hubieras muerto.
Recuerdo aquellas mañanas en
las que me esperabas tranquila con tu túnica de inocencia grata. Y yo, anhelante,
buscaba aprehender algo de ti… lo que fuese, algo, cualquier cosa. Yo siempre
fui intermitente, pero nunca contigo. ¿A fuerza de qué habría de resucitarme? Mas,
muy a pesar, lo hice… ¿por qué habría ahora de recriminarte? Sé que pensarás
que desvarío, que se me pasará como se me pasa la vida soñando con las almas
que nunca encuentro. Sé que dirás que nada de lo que escribo tiene sentido e
intentarás repetirme tu crítica de la razón pura, ¿¡pero cómo coños quieres que
te hable si no es desde esta miserable cuerpa que se encoje!? Me late el
párpado adentro y no me ves. Se me parten los labios sagrantes de verdad y no
me escuchas.
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