El dilema existencial siempre ha estado presente en mis mínimas diecinueve primaveras. Desde muy pequeña siempre hubo características en mi personalidad que resaltaban mi carácter inusual. Al pasar de los años, he forjado toda una ideología propia que muchos y muchas adjetivan de extraña. Igual de extraño ha sido mi paso por estas tierras. No sabría decir cuál suceso ha impactado más mi vida: sea la separación de mis seres queridos, la depresión, la soledad, la crisis económica, incluso el rechazo de mi propia familia y aquellas personas que llamaba amigos y amigas.
Mi existencia ha estado llena de incertidumbres, más que certezas. Pero si bien es así, he podido aprovechar cada una de esas crisis. Fui criada en un ambiente sumamente machista y conservador. La mayor parte de mi familia pertenece a la religión de los Testigos de Jehová y, por tanto, son muy estrictos y estrictas con su forma de pensar. Desde pequeña, fui guiada por ese camino y practiqué una gran devoción durante mucho tiempo. Leía la Biblia y las publicaciones religiosas todos los días, daba clases bíblicas y discursos, participaba de reuniones semanales, hacía labor voluntaria en las actividades religiosas y solía destinar aproximadamente un total de sesenta horas al mes predicando de casa en casa. Pero siempre hubo en mí un pensar distinto, algunas doctrinas de las que dudaba. Mi padre, como era de esperarse, siempre reaccionó autoritario frente a mis cuestionamientos, pues yo siempre tuve opiniones que rompían con las estructuras religiosas de dicha organización.
Todo se fue agravando cada vez más mientras crecía y aumentaba mi conocimiento y comprensión de la vida. Sería imposible mencionar todos los factores que influían en mi modo de pensar y mi conducta, pero una de las motivaciones más grandes para evitar el conformismo fue mi madre. Aunque desde pequeña me agradaba pasar tiempo con mi padre y era muy apegada a él, ciertas circunstancias fueron provocando que me alejara de él. Comencé a percibir los problemas matrimoniales entre mi padre y mi madre sin importar cuánto esfuerzo hicieran por ocultarlo y por evitar discusiones frente a mi hermano y yo. Poco a poco advertí cómo mi padre maltrataba psicológicamente a mi madre, por lo que pensé que tenía que tomar acción de inmediato.
Aconsejé, consolé y exhorté durante mucho tiempo a mi madre para que dejara a mi padre, pero no conseguía la manera de que tomara la iniciativa. Con el tiempo, logré conseguir un trabajo estable en un hospital, por lo que podía sufragar mis gastos totalmente sola. Esto me dio la oportunidad de alquilar una casa a mis dieciocho años. Por supuesto, a mi padre no le agradó de ninguna manera la idea de que me fuera a vivir sola. En primer lugar, se había opuesto a que estudiara en la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico por pertenecer a la Iglesia católica. Segundo, no quería que viajara a otro pueblo a estudiar y quería que yo permaneciera en mi pueblo natal. Tercero, no quería que estudiara una carrera larga porque, según él, eso equivaldría a “poner a Dios en segundo lugar en mi vida”. Cuarto, él decía que si una mujer vivía sola era mal vista porque se suponía que yo saliera de mi casa solamente al contraer matrimonio. Quinto, si su hija iba a vivir sola, él iba a perder el poder que ejercía sobre ella. En fin, me fui de la casa a pesar de todas las peleas y discusiones que estuvieron al borde de ser agresiones físicas.
Una vez terminé de mudarme, insté a mi madre para que se fuera a vivir conmigo pues, al fin y al cabo, con ese objetivo fue que comencé a rentarla. Sin embargo, mi padre ejerció tanta coerción y presión psicológica en ella que no se sintió capaz de poder hacerlo. Me quedé sola con la renta de una casa de dos cuartos a cuestas y mi madre en la misma caótica situación. Mi padre nunca me dio un centavo y mi madre ni siquiera tenía trabajo, así que no podía ayudarme aunque quisiera. Mi situación económica entró en crisis y tenía que hacer milagros para poder pagar la renta, la luz, el agua, los gastos personales y la comida. En muchas ocasiones ni siquiera me daba para cumplir con todo y había meses en los que no podía comprar lo suficiente como para pasar el mes. No obstante, mi lucha no fue en vano. Durante el verano del año 2014, pude reunir dinero y comprarle un carro a mi madre. Gracias a esto, abandonó a mi padre y se fue a vivir con mi abuela –quien falleció hace unos meses. No ha sido fácil, pero poco a poco se ha ido desarrollando como persona y su depresión ha ido disminuyendo. Dentro de estas altas y bajas corrientes emocionales, logró conseguir un empleo durante el pasado mes de febrero, de lo cual estoy sumamente orgullosa.
Esta situación, junto a muchas otras, me ha enseñado muchísimo. Fui expulsada de la organización de los Testigos de Jehová, por lo que mi padre y su familia ni siquiera me hablan. Sin embargo, estoy contenta de que todo esto haya pasado. ¿Irónico? Tal vez sí. He aprendido que todo exige sacrificio, pero también que todo puede realizarse. He adquirido muchísima madurez, empatía, responsabilidad y capacidad para tomar decisiones. Si bien he dejado atrás cosas y personas que consideraba importantes, ya no lo son. Pienso que de eso se trata la vida: dejar atrás todo lo que limita nuestro crecimiento, nuestra trascendencia como seres humanos pensantes, sensibles, razonables y humanitarios. No mencioné muchas otras problemáticas que he enfrentado tales como la pobreza que vivimos como familia durante mi niñez, la hospitalización de mi padre debido a su psicosis, el estrés post-traumático que desarrolló mi madre durante episodios de robo en nuestra casa, la enfermedad y muerte de personas que apreciaba demasiado, etc., pero todas y cada una de ellas han tenido resultados positivos en el desarrollo de mi personalidad. No tenía amigos o amigas cercanas mientras atravesé todas estas dificultades, por lo que desarrollé un profundo conocimiento de mí misma. Mi catarsis la ejercía a través de los libros: leía y escribía incesantemente. Es por esto que actualmente curso un Bachillerato en Artes y Humanidades con concentración en Estudios Hispánicos. Los libros le han dado sentido a mi vida: fueron mi refugio durante las crisis. Mientras más leía para distraer mi mente de la realidad, mejoraba aún más mi modo de escribir. Por tanto, puedo concluir que si hubiera tenido una vida normal, sin problemas mayores, sin crisis ni decepciones, no sé en qué estaría desperdiciando mi vida y mi talento en estos momentos.
Mi existencia ha estado llena de incertidumbres, más que certezas. Pero si bien es así, he podido aprovechar cada una de esas crisis. Fui criada en un ambiente sumamente machista y conservador. La mayor parte de mi familia pertenece a la religión de los Testigos de Jehová y, por tanto, son muy estrictos y estrictas con su forma de pensar. Desde pequeña, fui guiada por ese camino y practiqué una gran devoción durante mucho tiempo. Leía la Biblia y las publicaciones religiosas todos los días, daba clases bíblicas y discursos, participaba de reuniones semanales, hacía labor voluntaria en las actividades religiosas y solía destinar aproximadamente un total de sesenta horas al mes predicando de casa en casa. Pero siempre hubo en mí un pensar distinto, algunas doctrinas de las que dudaba. Mi padre, como era de esperarse, siempre reaccionó autoritario frente a mis cuestionamientos, pues yo siempre tuve opiniones que rompían con las estructuras religiosas de dicha organización.
Todo se fue agravando cada vez más mientras crecía y aumentaba mi conocimiento y comprensión de la vida. Sería imposible mencionar todos los factores que influían en mi modo de pensar y mi conducta, pero una de las motivaciones más grandes para evitar el conformismo fue mi madre. Aunque desde pequeña me agradaba pasar tiempo con mi padre y era muy apegada a él, ciertas circunstancias fueron provocando que me alejara de él. Comencé a percibir los problemas matrimoniales entre mi padre y mi madre sin importar cuánto esfuerzo hicieran por ocultarlo y por evitar discusiones frente a mi hermano y yo. Poco a poco advertí cómo mi padre maltrataba psicológicamente a mi madre, por lo que pensé que tenía que tomar acción de inmediato.
Aconsejé, consolé y exhorté durante mucho tiempo a mi madre para que dejara a mi padre, pero no conseguía la manera de que tomara la iniciativa. Con el tiempo, logré conseguir un trabajo estable en un hospital, por lo que podía sufragar mis gastos totalmente sola. Esto me dio la oportunidad de alquilar una casa a mis dieciocho años. Por supuesto, a mi padre no le agradó de ninguna manera la idea de que me fuera a vivir sola. En primer lugar, se había opuesto a que estudiara en la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico por pertenecer a la Iglesia católica. Segundo, no quería que viajara a otro pueblo a estudiar y quería que yo permaneciera en mi pueblo natal. Tercero, no quería que estudiara una carrera larga porque, según él, eso equivaldría a “poner a Dios en segundo lugar en mi vida”. Cuarto, él decía que si una mujer vivía sola era mal vista porque se suponía que yo saliera de mi casa solamente al contraer matrimonio. Quinto, si su hija iba a vivir sola, él iba a perder el poder que ejercía sobre ella. En fin, me fui de la casa a pesar de todas las peleas y discusiones que estuvieron al borde de ser agresiones físicas.
Una vez terminé de mudarme, insté a mi madre para que se fuera a vivir conmigo pues, al fin y al cabo, con ese objetivo fue que comencé a rentarla. Sin embargo, mi padre ejerció tanta coerción y presión psicológica en ella que no se sintió capaz de poder hacerlo. Me quedé sola con la renta de una casa de dos cuartos a cuestas y mi madre en la misma caótica situación. Mi padre nunca me dio un centavo y mi madre ni siquiera tenía trabajo, así que no podía ayudarme aunque quisiera. Mi situación económica entró en crisis y tenía que hacer milagros para poder pagar la renta, la luz, el agua, los gastos personales y la comida. En muchas ocasiones ni siquiera me daba para cumplir con todo y había meses en los que no podía comprar lo suficiente como para pasar el mes. No obstante, mi lucha no fue en vano. Durante el verano del año 2014, pude reunir dinero y comprarle un carro a mi madre. Gracias a esto, abandonó a mi padre y se fue a vivir con mi abuela –quien falleció hace unos meses. No ha sido fácil, pero poco a poco se ha ido desarrollando como persona y su depresión ha ido disminuyendo. Dentro de estas altas y bajas corrientes emocionales, logró conseguir un empleo durante el pasado mes de febrero, de lo cual estoy sumamente orgullosa.
Esta situación, junto a muchas otras, me ha enseñado muchísimo. Fui expulsada de la organización de los Testigos de Jehová, por lo que mi padre y su familia ni siquiera me hablan. Sin embargo, estoy contenta de que todo esto haya pasado. ¿Irónico? Tal vez sí. He aprendido que todo exige sacrificio, pero también que todo puede realizarse. He adquirido muchísima madurez, empatía, responsabilidad y capacidad para tomar decisiones. Si bien he dejado atrás cosas y personas que consideraba importantes, ya no lo son. Pienso que de eso se trata la vida: dejar atrás todo lo que limita nuestro crecimiento, nuestra trascendencia como seres humanos pensantes, sensibles, razonables y humanitarios. No mencioné muchas otras problemáticas que he enfrentado tales como la pobreza que vivimos como familia durante mi niñez, la hospitalización de mi padre debido a su psicosis, el estrés post-traumático que desarrolló mi madre durante episodios de robo en nuestra casa, la enfermedad y muerte de personas que apreciaba demasiado, etc., pero todas y cada una de ellas han tenido resultados positivos en el desarrollo de mi personalidad. No tenía amigos o amigas cercanas mientras atravesé todas estas dificultades, por lo que desarrollé un profundo conocimiento de mí misma. Mi catarsis la ejercía a través de los libros: leía y escribía incesantemente. Es por esto que actualmente curso un Bachillerato en Artes y Humanidades con concentración en Estudios Hispánicos. Los libros le han dado sentido a mi vida: fueron mi refugio durante las crisis. Mientras más leía para distraer mi mente de la realidad, mejoraba aún más mi modo de escribir. Por tanto, puedo concluir que si hubiera tenido una vida normal, sin problemas mayores, sin crisis ni decepciones, no sé en qué estaría desperdiciando mi vida y mi talento en estos momentos.
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